8) Por eso, cualquier fiel y devoto, que desea evitar los naufragios del mundo y alcanzar el puerto de la salvación eterna, tiene que refugiarse en María, nuestra Señora, cuya inconmensurable bondad es experimentada de modo particular y con mayor fuerza por los desgraciados. Por lo mismo, es justo esperar de ella incluso los más grandes dones. En realidad, la misericordia creció en ella desde la infancia. Y, por cierto, no la abandonó cuando subió al cielo; antes bien, la colmó de sí con mayor abundancia y suavidad. Por lo cual no podrá jamás olvidar a sus pobrecitos. Aunque sea la más grande de todos y se encuentre inmersa en gozos que la hacen tan feliz, no se olvida jamás de su humildad, por la que mereció ser enaltecida por encima de los demás. Ella sabe inclinarse aun hacia los más pequeños entre sus servidores y es feliz de que se la considere abogada de los desgraciados y se la invoque como Madre de los huérfanos. Amén.
“Y apareció en el cielo un gran signo: una Mujer revestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza.” (Apocalipsis 12, 1)
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