3) Ninguna madre experimentó tanta alegría ni tanto consuelo en el nacimiento del propio hijo, como los que experimentó esta Santísima Madre, que mereció concebir y dar a luz al Hijo de Dios. De igual modo, ninguna madre sufrió y soportó tanto abatimiento y tan desgarrante dolor por la muerte del propio hijo, como esta amantísima Madre en la pasión de su querido Hijo, al participar en sus dolores. Se mantuvo firme al lado de su cruz y, transida por la espada del dolor, lloró con inmensa amargura.
“Y apareció en el cielo un gran signo: una Mujer revestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza.” (Apocalipsis 12, 1)
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