9) Te bendigo, te alabo y con todas mis fuerzas me encomiendo a ti, Santa e Inmaculada Virgen, por tu dolorosa presencia junto a la cruz de Jesús, donde abrumada y aflijida te detuviste por largo tiempo, atravesada por una espada de dolor, según la profecía de Simeón (Lc 2, 35); por las abundantes lágrimas derramadas; por la gran fidelidad e inefable coherencia que demostraste a tu Hijo en su extrema necesidad, cuando estaba por morir; por el inmenso dolor de tu corazón, por el sufrimiento más lacerante en el momento de su muerte; por la palidez de su aspecto, cuando lo viste pender muerto delante de ti.
“Y apareció en el cielo un gran signo: una Mujer revestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza.” (Apocalipsis 12, 1)
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