A Jesús no se lo encuentra en las plazas de la ciudad, en compañía de jugadores o de los que llevan vida regalada, sino en compañía de los justos y de los santos. Se debe buscar, gimiendo de dolor, a quien se ha perdido por culpa del propio desenfreno; se debe mantener con mucha precaución a quien se ha perdido por negligencia; hay que suplicar con temor y reverencia al que detesta a los perezosos y a los ingratos, hay que hacer volver con suma humildad a quien se ha apartado por orgullo; debe serenarse con frecuentes y sinceras oraciones aquél que, absorto en fútiles pensamientos no escucha a quien habla en voz baja. Pero también hay que alabar, con gran agradecimiento, al que siempre está dispuesto a conceder su gracia; hay que abrazar con muy encendido amor a quien perdona a todos, a quien tiene compasión de todos, a quien da gratuitamente sus dones y no los niega a ninguno de los que se los piden.
“Y apareció en el cielo un gran signo: una Mujer revestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza.” (Apocalipsis 12, 1)
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